¿Sabéis qué? Hace poco llegaba a mí un texto de la página “Mujer Alquimia” que me ha inspirado a escribir sobre algo que me ocurre muy a menudo en los últimos tiempos. Y es que observo con asombro como aún hay muchas personas que sienten rechazo o incomodidad cuando escuchan frases del tipo “Yo soy siempre lo primero” o “Empiezo por mí”. Y esto ocurre porque confunden el amor propio con un exceso de ego… nada más lejos de la realidad. El amor, empieza siempre por una misma y por uno mismo porque nadie, absolutamente nadie, puede dar lo que no tiene. Es imposible que puedas amar a otros/as si no has aprendido a hacerlo contigo misma/o, no podrás querer bien si aún no has construido una relación sana contigo misma/o. Y esto empieza, para mí, por la necesidad de liberarte de los arquetipos de la niña buena o del niño bueno. Porque si bien es cierto que la socialización de género ha sido especialmente castrante con las mujeres, educándonos para colocarnos siempre en el último lugar y vivir vidas de sacrificio en pos de la paz familiar, también hay muchos hombres enredados en estos patrones que, ya de adultos, desembocan inevitablemente en la codependencia, el auto-abandono y la auto-traición. Y ahí creo que hemos estado todas/os, o casi todos/as. La pregunta es… ¿hemos conseguido sanar estos patrones, hemos realizado el trabajo necesario para llevar consciencia a esta parte oscura de nosotras/os y dejarla definitivamente atrás? Echa un vistazo a tu vida, ahí tienes la respuesta. Recuerda que como es dentro es fuera…
Aprendimos desde bien pequeños/as a complacer a quienes nos cuidaron, aprendimos cómo teníamos que ser y cómo teníamos que comportarnos, siempre educados/as y buenas/os. Aprendimos a sacar la palabra “NO” de nuestro vocabulario, aprendimos a preocuparnos por lo que “los otros” pensaran o dijeran y convertimos a esos “otros” en el termómetro de nuestra valía. Y lo hicimos porque llegamos a este mundo como seres dependientes que necesitan del afecto y la protección de su tribu para sobrevivir. Primero fueron nuestros padres, necesitábamos de su aprobación, literalmente, para mantenernos con vida. Y para mantener ese vínculo de apego, aprendimos a ser lo que se esperaba de nosotras/os, en detrimento de nuestro propio Espíritu. Aprendimos a sacrificar nuestra propia felicidad, a silenciar nuestra voz para complacer a “los otros”, para no ser rechazados. Si nos silenciaron, aprendimos a callarnos.
“Si mis sentimientos no fueron tenidos en cuenta porque no eran importantes, aprendí a disociarme de mis sentimientos y hacer felices a otros o a sostener los sentimientos de otros, que eran los importantes. Aprendí a hacerlo porque no era seguro ni tolerado expresarme con mi propia voz. Lo hicimos y así fue como aprendimos a ganarnos el “amor” y la “atención”: traicionándonos y abandonándonos. Como consecuencia, nos volvimos niñas/os pasivas/os y complacientes, que se convirtieron en adultas/os que son incapaces de expresar quiénes son o qué necesitan. No lo saben. No saben quiénes son. Nos abandonamos para hacer felices a otros y no volver a experimentar el abandono. Nos convertimos en seres sumisos sin opinión ni criterio propio, anteponiendo las opiniones y criterios de otros a los nuestros. Repetimos el patrón de ”abandonarme en el otro” en nuestras relaciones, porque de niña/o, fue lo que me ayudó a sobrevivir y a conservar el vínculo, a conservar las dosis inconsistentes de atención y valoración. Sentir de nuevo el abandono es tan intolerable, que haré lo necesario para quedarme en la relación, aunque tenga que aniquilar mi Alma para ello.”
Y, como resultado, nos llenamos de culpa y de vergüenza, nos empequeñecemos, nos ocultamos, maltratamos nuestro cuerpo enterrándolo en los malos hábitos, en las adicciones… en cualquier cosa que nos evite enfrentarnos con una realidad que no queremos ver. Una realidad que nos causa miedo y dolor. Y mientras, nos olvidamos de vivir. Porque crecimos sin darnos cuenta de que ya no necesitamos a nadie para sobrevivir, ni para vivir, ni para ser felices, que ya no más, que hay que cambiar de ciclo y que ahora toca desaprender todo esto. Que ya no hay vínculos que garanticen nuestra supervivencia más allá del vínculo que establecemos con nuestra propia Alma.
Hay que barrer los miedos a expresar nuestro poder, a ser vistas/os en todo nuestro esplendor. «Sentimos que no somos suficiente y nos repetimos ese mantra, que ha cableado nuestro sistema nervioso y nuestro sistema interno de creencias: no soy suficientemente buena/o para ser vista/o, para desear, para tener, para actuar desde mi verdad. Siento culpa por anteponerme a mí antes que a los demás. Y así, poco a poco, me desconecto de mi cuerpo y de la misma vida».
Si aún estás ahí, te diría que regresaras a esos lugares de tu infancia para reencontrarte y comenzar a sanar la relación contigo mismo/a, perdonarte por el abandono y la auto-traición, perdonar y sanar la relación con tus padres sabiendo que hicieron lo único que podían haber hecho desde su nivel de conciencia y de evolución y que, en última instancia, tú los elegiste a ellos, por algún motivo, en esta encarnación. Y es tu responsabilidad sanar esta relación y sanar esta parte de tu árbol genealógico para no seguir reproduciendo con tus propios/as hijos/as relaciones enfermas de miedos y dependencias. Y sanar esta relación implica aprender a poner tus propios límites, frente a tus padres y frente a todos esos «padres simbólicos» con los que te relacionas… en tu trabajo, en tus espacios de socialización…
Y si, hay que elaborar el duelo por haberte abandonado a ti mismo/a durante tanto tiempo. Y este trago no te lo va a ahorrar nadie. Aunque estoy segura de que cuando decidas enfrentarlo, la vida te apoyará poniéndote en el camino a las personas necesarias para hacerlo más liviano.
Deja tu comentario
Debe iniciar sesión para escribir un comentario.